Han Caído las Murallas que Rodeaban la Paz

La mayoría de nosotros vivimos inmersos en una prisa y ansiedad constantes. Vamos sin rumbo fijo de un estado delirante a otro similar. Experimentamos pánico en nuestros asuntos y temblamos de miedo ante las terribles sorpresas que nos esperan dos pasos más allá. Somos incapaces de producir ideas nuevas. No tenemos planes medianamente serios para el futuro. Nos movemos de manera extraña, como si fuéramos sonámbulos. Las respuestas que damos a lo inesperado son reacciones rudas y toscas. Lo que estamos haciendo –o lo que parece que hacemos– contra las terribles y destructivas estrategias de los enemigos de nuestra sociedad que se remontan a hace muchos años, no es más que un mero sobrevivir. Si al menos hubiésemos dirigido esta lucha siguiendo sus propias reglas… Me cuesta confesarlo, pero me temo que las generaciones futuras se darán cuenta de nuestro fracaso a la hora de respetar las reglas de esa lucha.

Partamos del siguiente ejemplo: las decisiones sobre los asuntos que ocuparán a nuestra sociedad durante toda una generación son tomadas por otros en su mayor parte. A fin de intentar encontrar una salida con respecto a estas decisiones –tomadas al margen de nuestro control– o preguntarse cómo podemos beneficiarnos de las iniciativas de otras personas, o cómo impedir que nos perjudique, cambiamos de estado de forma frenética, vamos de un refugio a otro, lo que hacemos un día lo cancelamos al siguiente y desperdiciamos nuestras vidas en un ciclo incesante de hacer y deshacer. Y, por supuesto, las masas, en su ingenuidad, se sienten confusas. Mientras unos pierden credibilidad otros pierden altitud. Estamos casi paralizados por nuestra falta de juicio, por nuestro descuido y nuestra ignorancia con una fuerza más poderosa que la gravedad. Los que detentan el poder son en su mayoría crueles e insensibles. Las masas corren en pos del sentido que perdieron Dios sabe cuándo. El razonamiento saludable es atacado de forma agobiante y descortés. Los medios de comunicación de masas, cuyo deber es educar, iluminar y dirigir a la sociedad hacia los ideales humanos más elevados, no les prestan atención alguna. Aceptan cualquier cosa de modo irresponsable. Se enredan con los temas más oscuros y juegan con el honor, la dignidad y la decencia de las personas. Cada día aparecen con un nuevo clamor de ruina y desesperanza. Al describir y mostrar las falsas tentaciones de este mundo, hacen surgir deseos decadentes en gentes que antes tenían sentimientos y pensamientos puros. Hay algunos que divulgan la inmoralidad como si estuviesen programados para crear el desorden y la corrupción. Se saltan el honor, la dignidad y la moralidad en aras de la audiencia y hacen cosas que producen vergüenza ajena.

La sociedad trasiega día y noche a la sombra del apocalipsis, esperando casi el sonido de la trompeta que anuncia su llegada. La paz y tranquilidad son una quimera. El espíritu y el pensamiento colectivo, que eran nuestro principal refugio hasta hoy en día, han sido deformados y distorsionados. Nuestras esperanzas están hechas andrajos. Nuestra voluntad está desquiciada y llena de grietas. Nuestra determinación está totalmente paralizada. Y como sociedad que somos, sufrimos continuamente estados delirantes. Nos hemos separado de nuestra esencia hasta tal punto que, si nos encontrásemos con nuestro propio espíritu al doblar una esquina, es posible que ni siquiera lo reconociésemos.

En ningún periodo de la historia hemos estado tan alejados de nuestros propios valores. Nunca habíamos dejado a nuestro espíritu tan hambriento, sediento y falto de aire. En estos días nos llegan desde todas partes sonidos diferentes, pero somos incapaces de oír entre ellos la voz del espíritu que nos hace ser nosotros mismos. Estamos en un estado de estupefacción, de terror, o más bien de confusión tales, que somos incapaces de ver lo que se supone deberíamos ser. Creo que no podremos salvarnos de este caos letal hasta que no lavemos la suciedad mental y espiritual con la corriente limpia de nuestra creencia y nuestro razonamiento.

Rodeados de ruidos extraños y estridentes, de espectáculos alienantes y por angustiosas pesadillas que apuñalan nuestros corazones, obtienen su fortaleza de nuestra incapacidad y hacen que se lamenten nuestras almas, vamos de una conmoción a otra, nos retorcemos de dolor, seguimos tragando con impotencia y sentimos que nuestro espíritu se corroe cada día más.

Ciertamente, no podemos ignorar algunas voces esperanzadoras, y los desarrollos prometedores que oímos y atestiguamos de tanto en tanto. Son voces que pertenecen a un proceso de larga duración y por ello es difícil que se muestren como una llamada poderosa. Para que estas débiles voces y estas formaciones logren el florecimiento de nuestro mundo interior, necesitamos gente entregada al servicio de Dios, que posea corazones sanos, carácter y disposición fuertes, almas vigorosas como caballos nobles que galopan más allá de los límites de su propia fortaleza, y gente dotada de visión que demuestre tener una resistencia activa. En mi opinión, y gracias a los voluntarios entusiastas que poseen estas cualidades, creo que podremos librarnos de esas dificultades infaustas que, durante años, nos han impedido ser nosotros mismos. Será entonces cuando, como una sociedad completa, podremos recuperar nuestra verdadera naturaleza, nuestro carácter y la pureza de nuestras almas firmemente establecidas en la creencia en Dios.

Una vez fuimos una de las sociedades más puras, más claras, más limpias y más corteses del mundo entero. Hubo periodos en los que fuimos la más elevada de todas. En cada sector de la sociedad prevalecía un genuino amor a la verdad, el entusiasmo por la investigación, la avidez por el conocimiento, una ética de la justicia y un sentimiento de misericordia y compasión, basados en la fe y la devoción a Dios. Tanto el individuo como la sociedad eran conscientes de Dios, y reflexionaban sobre Él en cada momento de sus vidas. Se abrazaba a todos con compasión y se aceptaba como prioritaria la responsabilidad de cuidar del equilibrio del mundo como una tarea propia del vicerregente de Dios. En ocasiones eran como lluvias que caían por doquier sin omitir lugar alguno, a veces corrían como ríos, convirtiéndose en vida y en caudal. Vendrá un día en el que hervirán como los mares, infundiendo temor a su alrededor. Y vendrá un tiempo en el que se manifestarán con varios matices y fragancias, como rosas y flores, llenando de deleite a quienes los contemplen. Siempre ha habido una gracia y una elegancia que encontraba su significado en nuestra sociedad, renovándose con un sabor, un acento y un gusto diferentes, al tiempo que retenían todas las particularidades de su esencia y evocaban en las consciencias emociones celestiales. El caos que existe en todo el mundo, y algunos ruidos burdos que surgen por uno y otro lado, cambian de ritmo con la paz y la seguridad duradera que emanan de su clima, haciendo que disminuya su intensidad y lleguen incluso a desaparecer con esa atmósfera. En este mundo en el que la vida se ha experimentado siempre como una melodía, incluso los chirridos más estridentes se hacían inaudibles. El silencio era apabullante, como si fuese un imperativo, una protección celestial, y un ambiente de paz inmensa se extendía por doquier. El resultado era que la gente de esta tierra afortunada retrocedía uno o dos pasos por detrás de sus sueños y entraba en un profundo trance que pertenecía a otro mundo. Vivían al mismo tiempo en el presente y el pasado, en ese clima azul intenso que conformaban su fe y sus esperanzas, y a su alrededor llovían sonrisas como reconocimiento de su condición.

Hay ocasiones en las que vientos opuestos atraviesan esta atmósfera plateada, descoloran su naturaleza añil, y el entorno palidece. No obstante, y gracias al talante abierto a lo celestial, incluso los vientos más fuertes se transformarán inmediatamente en brisas, los colores reflejarán la primavera y todo volverá a recuperar su significado espiritual. En un mundo semejante no se dejan oír la falta de atención a lo divino y la frivolidad que acarrea, ni tienen cabida el llanto ni el sufrimiento constante. Y aunque de vez en cuando haya habido acontecimientos aciagos que rasgaban nuestra paz y serenidad, no duraron mucho tiempo. Terminaban de la misma forma que empezaban, y todo volvía de nuevo a su sitio. Entonces, nuestra atmósfera regresaba a su estado maravilloso y asumía de nuevo un color etéreo, abierto a los cielos y a los que se merecen el cielo. De tal forma era así, que podía sentirse como si fueran a aparecer los reinos del mundo invisible ante los seres y en los acontecimientos del mundo corpóreo, y fueran a susurrar sus secretos a las almas. Y luego, estas inspiraciones mágicas pasaban a formar parte de las profundidades de nuestro mundo interior, haciéndonos hablar en su mismo tono. A medida que volvían una y otra vez estos nobles sentimientos, iban llevando a nuestras almas hacia una nueva perspectiva, más acorde con nuestros caracteres, al tiempo que llamaban en nuestro nombre a la puerta de la espiritualidad. Y lo hicieron de tal forma que, en ocasiones, nos hacían pensar que el lugar donde estábamos era parte de los cielos extendidos sobre la tierra, y nos creíamos moradores de ese reino de deleites.

Nuestra fe era llave de los cofres que contenían las gracias divinas que se desbordaban de nuestros corazones y espíritus. Y el secreto de que se mantuviese siempre fresca, eran la sinceridad y las buenas acciones. Los creyentes sentían en sus corazones el alivio producido por estas inspiraciones divinas y disfrutaban del mismo sobrecogimiento que sentían los seres celestiales.

El vivir en conformidad con la creencia y la Divina Escritura producen un torrente de luz. En este nivel, la religión logra casi todo el tiempo barrer con un golpe mágico todos los vientos que le son opuestos. Nos envuelve como una luz divina que desciende desde un decreto espiritual y afecta la vista, el oído, las percepciones y las valoraciones de nuestro sistema anímico completo. En la medida en que éramos capaces de permanecer abiertos a los niveles del espíritu, veíamos el mundo como quien contempla una exposición de arte divino. Leíamos el universo y los acontecimientos como si fuesen un libro, veíamos a todo el mundo honrado con las mismas bendiciones, y a todos los seres animados o inanimados sometidos a nosotros como amigos o compañeros. Y con el deleite que todo esto nos hacía experimentar, llegábamos a pensar que recorríamos los pasillos del Paraíso.

Pero llegó el día en el que mientras paseábamos con todas estas bendiciones, sin tener ningún presagio, sufrimos una emboscada inesperada a manos de los demonios. Echaron ácido en nuestros corazones y convirtieron nuestros horizontes en algo tenebroso. Nos privaron de la visión que habíamos contemplado y del libro que estábamos leyendo. Robaron nuestro sol y oscurecieron el rostro de nuestra luna, cortaron las ataduras de nuestras estrellas y las hicieron caer en el abismo, y oscurecieron nuestro mundo derramando alquitrán sobre todas las cosas.

En ese periodo, nuestro ego libidinoso ascendió al trono del alma. Nuestros corazones fueron hipotecados al demonio. Monumentos decorativos sustituyeron al Creador. La dignidad y la moralidad fueron pisoteadas. Los sentimientos de pudor e inocencia cedieron el paso a la indecencia. La falta de respeto se convirtió en moneda común. Todo se convirtió en una feria de suciedad y fealdad. La cortesía y la afabilidad fueron presentadas como reliquias del pasado sin valor alguno. Al principio hicieron que las almas se olvidaran de la fidelidad, la lealtad y la devoción a los valores; para más tarde ser borradas del diccionario.

Los antiguos vergeles y jardines fueron destruidos, las rosas y las flores se pusieron de luto y todo lo que había alrededor empezó a convertirse de nuevo en un desierto. Donde estaban los jacintos crecían ahora plantas llenas de espinas. Se callaron los ruiseñores y llegó la hora de los cuervos. Y mientras las serpientes y reptiles se movían con absoluta libertad, las palomas eran enjauladas.

Fue en este periodo, en el que todo estaba en su nadir, cuando la gente de espíritu altruista empezó a sentir arritmias en sus corazones. A los de buen talante les aumentó la ansiedad, y el sufrimiento de los cautelosos se convirtió en una auténtica agonía… Esta situación suscitó, en casi todo el mundo, el deseo de emprender un viaje de vuelta hacia lo propio. Y ese fue el signo que auguraba el fin del intervalo que había durado varios siglos, el término de este vano tropiezo.

Hoy en día hay muchas personas que tienen empeño y hay muchos corazones con el deseo de buscar. En cada valle hay multitud de pensadores con ráfagas de pensamientos… en cada región parece que se celebra un nacimiento. Tras ese colapso horripilante y ese silencio gélido que han durado siglos, tiene que haber llegado la hora de decirle algo al mundo, pues lo cierto es que tenemos mucho que decir. Y la estación para hacerlo ya ha llegado.

El declive de varios siglos que hemos dejado atrás ha provocado en las almas altruistas a un fervor tal, que he llegado a pensar que, aunque nuestra situación actual hubiese sido aún peor, la lección aprendida será suficiente como para elevarnos y volver a ser nosotros mismos. Al mismo tiempo, esto constituye un buen estímulo. Podría decirse que los muchos y largos años de inercia y abatimiento están cediendo el paso al entusiasmo por la acción. Los constantes acontecimientos negativos y sucesivos obstáculos que hemos estado padeciendo han provocado, en cierta medida, que nos estemos redescubriendo a nosotros mismos. De modo que, en vez de hablar del presente, nos hemos puesto a hacerlo del futuro y a vivir con sueños del mañana. Hemos comenzado a percibir destellos de cosas que algunos habían deseado, pero fracasado en el intento. Y esto nos ha inspirado la posibilidad de un verdadero amanecer y el despertar a un nuevo mañana. Puede que el sol aún no haya salido, pero está claro que el horizonte anuncia un nuevo día.

Perdimos el ayer, pero el mañana sigue estando ante nosotros. Ahora es el momento de concentrarse en el futuro con una tensión metafísica completa, y esperar el nuevo regalo que el tiempo tiene en su vientre. En mi opinión, los que no han podido beneficiarse del ayer no deben considerarse perdedores, pues debemos tener en cuenta que el sufrimiento por todo lo perdido les ha hecho recuperarse y prepararse para el mañana. ¡Vamos a esperar y ver lo que tiene que ofrecer la noche antes de que amanezca!