El Lenguaje y el Poder de la Expresión

El Conocimiento Divino ha diseñado el esquema de la existencia, y Su Lenguaje ha dibujado su arquitectura.[1] Tras surgir como gemelos en el santuario más íntimo de la esencia inmutable (ayan az-zabitah), la creación y el lenguaje asumieron formas físicas. Al crear al género humano, el Más Misericordioso nos otorgó la capacidad de hablar sobre la esencia humana, sobre nuestra interioridad profunda, sobre la totalidad del cosmos y sobre la verdad que está más allá de la existencia material, antes de enviarnos a la dimensión de la existencia eterna. En este sentido, podría decirse que la expresión verbal o lenguaje fue la primera gota de tinta que, procediendo del cálamo del Poder Divino, dio vida a la no-existencia. El lenguaje ha desvelado y puesto de manifiesto la relación misteriosa entre el Creador y lo creado.

El ser humano no es más que una arcilla que procede de la mezcla de polvo y agua que hay en la Tierra. No obstante, y gracias a su carácter de depositario del conocimiento[2] y a la facultad del lenguaje, ha sido elevado al rango de vicerregente en esta misma Tierra. En cierto sentido, el ser humano está en la posición de poder hablar, no sólo en su propio nombre, sino también en el nombre de otras criaturas (como los genios). Este lenguaje ha convertido a los seres humanos en los interpelados por Dios, y es la facultad que les permite dirigirse a Él. Y del mismo modo que los seres humanos comenzaron a hablar, las cosas que parecían silenciosas y herméticas también lo hicieron. Y todos los seres y acontecimientos, que son las frases y los párrafos que descienden del más alto nivel (mala al-‘ala), se han convertido en la voz, en la lengua llena de sabiduría y en el lenguaje elocuente de la verdad latente en su interior, al estilo de los oradores más capaces. En los momentos en los que, en nuestra creencia, no existía el lenguaje, los seres permanecían en silencio, los acontecimientos eran mudos y todo estaba paralizado. ¿Cómo habla cada ser? ¿Cómo se expresa? Estas cuestiones no se entienden fácilmente. Lo que sí sabemos es que, gracias a la facultad del lenguaje otorgado a nuestra naturaleza, los seres humanos tenemos la facilidad de expresarnos y de interpretar las cosas a nuestro juicio. La verdad es que el lenguaje es nuestra alma en este mundo de la relatividad. Cada uno de nosotros es un lenguaje a su manera, y la raison d’être de cada lenguaje es ser el medio de la expresión verbal. El lenguaje es un instrumento que permite reconocer la verdad como realidad suprema, y todos los seres se convierten en instrumentos musicales de una sinfonía que aparta los velos que cubren las cosas y les permiten expresarse. El lenguaje es la llave que abre las puertas de los tesoros del pensamiento. Es la llave que logra que un movimiento central de amplio alcance se difunda hacia la periferia. Es el trono de los seres humanos que han sido elevados al rango de vicerregentes de Dios, y a quienes se les ha dado la autoridad para gobernar en la Tierra. Es la pluma y la espada de la humanidad y es el fundamento de su reino. Dondequiera que ondee la bandera del lenguaje, los ejércitos más poderosos serán vencidos y dispersados. En los lugares donde resuena el lenguaje, el sonido de los cañones se convierte en un zumbido de abejas. Tras los parapetos en los que se ha alzado la bandera del lenguaje puede oírse el sonido de sus tambores. El Maestro del lenguaje redujo a meros guijarros muchas murallas inexpugnables, ante las cuales Alejandro Magno, Napoleón y otros muchos se desesperaron o retiraron; y el cálamo del lenguaje, que enseñaba la rendición y la sumisión, era saludado y alabado.

El Corán

El Sagrado Corán es un ejemplo tal del lenguaje, que su voz puede oírse más allá de cualquier muralla y resuena en el corazón más obstinado y lleno de prejuicios. Los temas son presentados con una magia tan deslumbrante, que es imposible no quedar impresionado al oírlo.

El elocuente estilo del Corán lo distingue de cualquier otra expresión divina o mundana. El Corán tiene un poder tan irresistible de penetrar en los corazones, que incluso los que no hablan su lengua (el árabe) quedan fascinados con la musicalidad de sus palabras.

Al tiempo que facilita soluciones a toda una serie de situaciones, el Corán las presenta de tal manera que todo el mundo, excepto los que están en contra suya, se sentirán fascinados o afectados y se verán conducidos hacia una meditación profunda. Hasta que, finalmente, el Corán conquistará sus corazones.

El Corán, este pináculo del lenguaje, muestra en cada frase, en cada párrafo y en cada pausa una profundidad de significado, un estilo tan exquisito y un ritmo musical tan estimulante que penetra en el alma. Su elegancia rítmica, su admirable selección de palabras, conceptos y temas, cautivan los sentidos de una manera tan delicada y consistente, que quienes lo escuchan se sienten transportados a horizontes maravillosos en los que, en cada nuevo rincón, hay sorpresas cuyos deleites tienen grados diversos.

Quien intente reemplazar los medios que utiliza el Corán para hablar de cierto tema, verá que sus intentos son fútiles, que el mensaje queda oscurecido y que su vívido estilo pierde su espíritu original.

El Corán tiene un poder de expresión tan sublime, que muestra los diversos acontecimientos como si fueran imágenes vivas, con sus períodos temporales y sus ambientaciones correspondientes, llegando a producir asombro, admiración y entusiasmo. Al hacerlo no hace concesión alguna; nada mengua su belleza deslumbrante, la profundidad que penetra en los corazones, o lo armónico de su fraseo. Lo presenta todo con una claridad meridiana que no deja lugar a la oscuridad.

El Corán no sólo se dirige a las mentes, los corazones o las almas. Trata a los seres humanos en la totalidad de sus sentimientos, ya sean materiales o espirituales. A pesar de que su mensaje es breve y conciso, está dirigido al mismo tiempo al mundo interior y exterior de la persona. El Corán genera unidad de sentimiento, pensamiento e inteligencia con respecto al universo entero, a todas las cosas y a todo el género humano.

El Corán tiene más influencia que la más mágica de las disertaciones, es más exquisito que el estilo más delicado y es más elevado que la más excepcional de las expresiones. Hasta hoy en día, ni los que lo han confrontado, llevados por el deseo de superarlo, ni los reyes de la elocuencia que se han empeñado en imitarlo, han producido algo similar al lenguaje del Corán.

Ha habido poetas árabes distinguidos, —como Farid ad-Din Attar, de quien dijo Shams al-Tabrizi: «Es posible que yo escriba poemas que son más dulces que los confites, pero a la hora de producir palabras delicadas, no podré ser más que su discípulo»; o Rumi, que dijo: «Soy un siervo fiel del Corán», o Yami, a quien Bediüzzaman describió como «embriagado con la copa del amor»— cuyas obras eminentes siguen siendo tan espectaculares como lo fueron hace siglos. Y sin embargo, ninguno ha podido tan siquiera acercarse al Corán, el Maestro del lenguaje.

Más adelante trataremos esta cuestión con mayor detalle. De momento, vamos a contentarnos con ofrecer pequeños indicios del estilo narrativo del Corán. Volveremos luego a las reflexiones suscitadas por nuestra limitada comprensión de la expresión verbal inspirada por la Sagrada Escritura, y al verso y la prosa que crecen protegidas por su sombra.

A través del lenguaje se nos han abierto los ojos a este mundo. Hemos crecido con los arrullos del lenguaje y, los que ahora estamos donde estamos, hemos sido atraídos por su magia. De ahora en adelante, si queremos seguir con vida, nuestra supervivencia depende del lenguaje. Y si morimos, lo haremos en plena sequía de conocimiento y de lenguaje. El lenguaje es el soplo revivificador para los cadáveres vivientes y el agua de la vida para los que aspiran a la inmortalidad.

Aquellos que pueden insuflar el lenguaje en el reino de los espiritualmente muertos, del mismo modo que el maestro de música da «vida» a la flauta, podrán prometer la resurrección a las generaciones que han sufrido la privación durante miles de años, y tendrán el mismo efecto que Sur[3] sobre las tumbas de los que serán atormentados por la ira de Dios.

Si existe algo realmente hermoso, capaz de mantener en todo momento su color y su frescura, en esta casa de huéspedes que se marchita y cae en desuso, en este lugar donde a los que ya han llegado les tocará marcharse y donde los que se han establecido acabarán por emigrar, un lugar cuyas propiedades y cuyos bienes y placeres son transitorios, es el lenguaje. En las laderas donde resuena el lenguaje, miles de palomas están absortas soñando con nuevas rosaledas. Y cuando la púa del lenguaje rasga las cuerdas del conocimiento, los objetos empiezan a girar y los acontecimientos gimen y entran también ellos en la danza divina. Y en esos desiertos donde han penetrado los ecos de la expresión verbal más refinada ya no es uno, sino miles, los Maynuns[4] que deambulan de un lado para otro. Cuando se oyen los arroyos de la melodía del lenguaje, los ruiseñores se callan y se retiran a sus nidos. Y en los lugares más agrestes donde pueden oírse los clamores del lenguaje, los zorros abandonan sus engaños y los leones, aterrorizados, se refugian en sus cubiles.

El lenguaje es el espíritu, el contenido, el color y el modelo del «libro del Universo» y de las leyes de la creación que operan en la naturaleza. Es el sello, la espada y el cálamo de la verdad del Islam como camino divino. Del mismo modo que los orfebres son los únicos que pueden tasar los quilates de oro, y los joyeros son capaces de determinar el valor real de las gemas, los expertos en el uso de las palabras son los únicos que pueden juzgar la valía del lenguaje. Lo único que puede hacer la gente de este mundo es atribuir valores relativos a las joyas y a las perlas cuya duración, y en consecuencia cuyo valor, son tan limitados como esta vida terrena. Por otra parte, el lenguaje es un rey que acuña monedas en los diversos niveles de la tierra y de los cielos. Es un general que da órdenes y es el héroe de las leyendas. Nadie ha sido capaz de escalar las cumbres vertiginosas donde el lenguaje se sitúa, ni ha existido combatiente alguno que haya poseído un arma más poderosa que el lenguaje. Los Profetas son sultanes de las palabras y los hombres de letras son como su sombra. Los Profetas son los ideales y los hombres de letras son sus seguidores; los primeros son los arquitectos y los segundos los albañiles. Todos ellos han cooperado y están unidos a la hora de construir ciudades prósperas a partir del lenguaje, de hacer encajes con los hilos de seda del lenguaje y de ensartar collares exquisitos con las joyas de las palabras.

Cuando se libera la inspiración de los que esgrimen el lenguaje, se derrama sobre los corazones y los convierte en praderas doradas que se expanden y se fertilizan con las lluvias exuberantes de la primavera, al tiempo que los desiertos más áridos se convierten en vergeles con los aguaceros suaves del verano. Y cuando el lenguaje madura y se convierte en un río, una cascada o un océano con olas que llegan a todas las costas, obtiene un poder tan irresistible, que todas las voces improcedentes enmudecerán ante su melodía espiritual, los desatinos que pretenden ser palabras reales permanecerán callados y el parloteo sin contenido alguno desaparecerá ante nuestros ojos. La persona que ha sido afortunada con la posibilidad de alimentarse de tal lenguaje lo escuchará con atención. Su ego se fundirá en completa sumisión, si logra abrirse a su influencia y quiere que se intensifique, deseando que su alma sea transportada por su cascada musical.

Las buenas palabras influyen a las personas según su potencial y sus capacidades. Hay veces en las que, ante un discurso poderoso, la gente descubre de repente que está en el cielo donde deambulan las cometas, y que es llevada en globos a disfrutar de la libertad y la felicidad del pájaro que surca el extenso cielo. Han sido cautivados por el hechizo del lenguaje y comienzan a girar llevados por esa fuerza centrípeta. Si pudieran retirarse y escuchar a sus almas, observarían los sentimientos abrumadores de amor y de deleite en los que están envueltas. Probablemente quedarían extasiados. Esta gente afortunada revive y vuelve a descubrirse a sí misma cada vez que bebe de esos ríos caudalosos de sonidos y palabras. Y conforme las oraciones y las frases resuenan en sus oídos y penetran en su alma, experimenta transformaciones incesantes y percibe la esplendidez de la vida trascendente, gracias a las vívidas dimensiones del lenguaje. Y una y otra vez se sobrecogen y embelesan.

El lenguaje, inspirado por lo divino y pronunciado con estos sentimientos y pensamientos, extasía a los oyentes con su encanto, fluye hasta llegar a sus almas y vierte su pigmento en sus corazones. Y así es como se encuentran en el cálido regazo del lenguaje, entregados a éste por completo. Y entonces, envueltos por esta atmósfera reconfortante, descubren los deleites de su propio mundo y se sumergen por completo en la deslumbrante belleza de las riquezas con las que han sido bendecidos.

Hay ocasiones en las que, entre los dulces murmullos del lenguaje, la gente oye las melodías de la creencia, como los ríos del Paraíso y las melodías de la aniquilación (fana) y la permanencia (baqa) en lo Divino.[5] Saboreando la comprensión de que todo tiene su origen y su fin en la eternidad, contemplan con placer los colores siempre cambiantes del horizonte de la esperanza y de la fe.

Hay veces en las que abandonamos el puerto y navegamos hacia el pasado, tratando de verlo en todo su esplendor. Y a veces lo oímos, como si de música se tratara, y entonces bailamos, como el derviche que gira sobre sí mismo, y echamos a volar. Al entrar, emocional y espiritualmente, en un estado atemporal, descubrimos que estamos sentados en el punto donde confluyen las realidades del pasado y los sueños del futuro, percibiendo al unísono las tres dimensiones del tiempo. En esta visión, el pasado entero, que se había convertido en un sueño devastado, adquiere de nuevo su antiguo esplendor gracias a una maravillosa restauración. Y con nuestras creencias y esperanzas sentimos que el futuro viene corriendo hacia nosotros y entra en los corazones como un niño lleno de alegría. El anhelo queda satisfecho y el futuro es nuestro una vez más. Y entonces, con estos sentimientos en fuero interno, nos entregamos a un torrente de todo tipo de consideraciones. Dentro de esta corriente arrolladora, a la que en nuestros sueños hemos concedido flujo trascendente y poder infinito, vamos pasando de un estado a otro, de un pensamiento a otro y, tal y como ocurre en nuestros sueños, lo concebimos todo según el patrón de nuestros objetivos y el estado de nuestro corazón. Lo ponemos en el marco de nuestros sueños y lo moldeamos según nuestros deseos. Podemos movernos como queramos, despegando o aterrizando para caminar según queramos. Podemos contemplar la salida de sol por la tarde o su puesta por la mañana. Y podemos aumentar nuestro número, tomando una mera partícula y transformándola en un todo.

Lenguaje… lenguaje que alimenta las aspiraciones que han florecido sobre nuestra esencia primigenia. Lenguaje que canta canciones de cuna a nuestros ideales y hace que se eleven de la tierra al cielo. Un lenguaje tan juicioso, sofisticado y preciso, que nos lleva a la cima de nuestro ascenso espiritual y nos prepara tronos en los reinos que están más allá del mundo material. Como respuesta a nuestro deseo de eternidad, el lenguaje enriquece nuestros sentimientos de una forma indescriptible y otorga a nuestras almas una profundidad que no queda limitada por las dimensiones de la materia. Y así es como escuchamos en el cosmos las melodías portentosas compuestas sin palabras.

La facultad del lenguaje es uno de los regalos más preciados que hemos heredado de nuestros antepasados, un legado destilado en sus corazones. Esta facultad no sólo consiste en conferir claridad al significado, al sonido de las palabras o a la expresión de ciertos objetivos. Da voz a nuestros pensamientos, es el ritmo de nuestras emociones y lo que excita nuestros corazones. Actúa de intérprete en nuestra comunicación con Dios Todopoderoso y es la tórtola de alas doradas que nuestras esperanzas han liberado con vistas al futuro. Cuando empieza a verterse con su propio acento un lenguaje refinado lleno de ideales elevados que incluya todos estos objetivos, con un enunciado tan amplio como los mismos cielos, con un vigor similar al de la tierra, tan fino como la seda y tan consolador como el abrazo de una madre, tendrá un efecto asombroso que representará el despertar de la lógica, la exaltación de los espíritus, el encanto de las palabras y su viaje más allá del tiempo. De este modo, el lenguaje nos mostrará la gloria de nuestra fe, las riquezas de nuestra sociedad, la pureza y la integridad de nuestros compañeros, los esfuerzos de nuestros antepasados y los valores que nos hacen únicos.

El buen lenguaje que surge de lo que hay en nuestros corazones y proclama lo mismo, nos hará recordar el aliento del espíritu, los latidos del corazón y el colorido y la forma de esta facultad del lenguaje. Y según la santidad de su color, de su riqueza y objetivos, el buen lenguaje resonará en nuestros corazones como voces celestiales que dan fe de sus orígenes.

[1] El lenguaje en este ensayo es un intento de elucidar los siguientes versículos del Corán: «El Misericordioso. Ha enseñado el Corán. Ha creado al ser humano. Le ha enseñado el habla». (Rahman, 55: 1–4).
[2] Véase el Corán, Sura al-Baqara, 2:31 y la interpretación del versículo: «Dios enseñó a Adán todos los nombres» en Ali Unal, El Sagrado Corán y Su Interpretación Comentada, Nueva Jersey, Editorial La Fuente, 2008, págs. 32–33.
[3] La Trompeta que hará sonar el Arcángel Israfil para que comience el fin del mundo.
[4] Maynun es un personaje legendario de la literatura islámica. En la literatura sufí, Maynun simboliza al iniciado. Se enamora perdidamente de Layla. Con el paso del tiempo, el amor efímero del iniciado se transforma en amor Divino.
[5] Véase «Fana fillah» y «Baqa billah» en la obra de Gülen, Key Concepts in the Practice of Sufism («Conceptos Clave en la Práctica del Sufismo»), Vol.2, Nueva Jersey: Tughra Books, 2004, págs. 145–160.
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